EDUARDO CHIRINOS, Perú
DOVEGLION
SOLÍA PONER
comas entre palabra y palabra.
«Para
regular la densidad del poema», decía,
para
saborear cada vocablo, como Seurat
saboreaba
cada gota de color en el lienzo. No
era
excentricidad, tampoco exhibicionismo;
el suyo era
el más puro amor a las palabras.
Pude haberlo
conocido: murió cuando llevaba
cuatro años
viviendo en Nueva Jersey (él
llevaba
sesenta viviendo en Nueva York),
pero jamás
escuché su nombre. Los poetas
no tienen
nombre. Sólo escriben unos versos,
se mueren
como todo el mundo. Y se sientan
a esperar.
Él esperaba en el segundo piso
de una
librería, en una mesa de novedades
(que será
mañana una mesa de saldos). Allí
estaba:
paloma-águila-león escapado del
trópico,
acogido por la más franca tiniebla,
sonriendo y
sonriendo ante mi confusión.
«¿Es usted
un poeta hispano?» No, me dijo.
En casa los
más viejos hablaban español
y los más
jóvenes contestaban en tagalo.
Pero yo
prefería poner comas en inglés.
(“Mientras
el lobo está”)
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